Janet Browne
Biografía
PUV. 2009
ISBN: 9788437073125
«Si Charles Darwin había pasado la mitad de su vida en el mundo de Jane Austen, ahora se adentraba en las páginas de Anthony Trollope.
La Inglaterra victoriana parecía encontrarse en paz consigo misma conforme la agitación política interna, las memorias de la guerra de Crimea y el levantamiento en la India daban paso a una estabilidad relativa a finales de la década de 1850 e inicios de la de 1860. El libre comercio y el capitalismo carbonífero siguieron adelante mientras que las grandes industrias manufactureras del país vivieron un auge repentino. En las cámaras de representantes de Londres, el vizconde Palmerston tomó su sombrero de seda para convertirse en primer ministro en 1857, seguido al poco por Lord Derby en 1858 y de nuevo Palmerston en 1859, mientras que Benjamin Disraeli, William Gladstone y Richard Bright estaban al quite impacientes por transformar la política de partidos. Las ciudades catedralicias bullían con la controversia religiosa; de las imprentas salían libros y revistas en avalancha; los nuevos ricos hacían tours y se iban de vacaciones; y se estaba creando un completo ejército de dependientes, funcionarios, burócratas, banqueros y contables para administrar los recientes horizontes comerciales que acompañaban el imperio emergente, conforme la India, China, Canadá, Sudamérica y las Antípodas caían progresivamente bajo el dominio económico británico. La tecnología del vapor era la protagonista de la sociedad. En aquella época, Inglaterra poseía dos tercios de la capacidad mundial de fabricación de algodón y daba cuenta de la mitad de la producción mundial de carbón y acero, un grado sin igual de preeminencia industrial. La longitud de las vías férreas que serpenteaban a través de la campiña se dobló entre 1850 y 1860. Cortacéspedes, inodoros, lámparas de gas, vigas de hierro, azulejos y mucho, mucho más, estaban a la disposición de aquellos que se lo pudieran permitir. Aunque la Reina Victoria y sus ministros pronto encontrarían asuntos exteriores complejos en la Italia de Garibaldi y dolorosas consecuencias de la guerra civil en los Estados Unidos de América, el espíritu del «mejorar» dio paso a avances significativos en los hogares, la salud, la educación, las comunicaciones, el vestuario y la etiqueta. «Es algo admitido de forma universal que el carácter inglés consiste en una forma de ser eminentemente empresarial y especulativa», declaró la revista Once a Week. La confianza se disparaba. Los límites sociales cambiaban.
Aun así, las contradicciones en el seno de la vida victoriana eran más evidentes que nunca. Fraude, mugre, hacinamiento, pobreza, muerte y violencia eran una realidad cotidiana en los barrios bajos urbanos. Las comunidades rurales habían perdido en una década más del cuarenta por ciento de su población activa masculina a favor de la demanda industrial, colonial y militar y afrontaron sombrías otra etapa de depresión y desastre agrario. La fe religiosa de la nación, aunque nunca había sido coherente, se fracturaba entre el fervor y la disensión. Mientras que muchos en las clases dominantes hacían oídos sordos ante tales situaciones, un grupo notable de novelistas, estadísticos, hombres de la medicina, eclesiásticos radicales y activistas sociales estaban empezando a revelar la miseria junto a la prosperidad y descubriendo lo interesante dentro de lo común. Con el tiempo, los líderes parlamentarios abrirían sus mentes a una segunda etapa de reforma política en el siglo XIX, incitada por el alto sentido de la determinación, fervor moral, doctrinas de autoayuda y aprecio del decoro que caracterizaba las clases medias emergentes. Desde la vida real en Westminster hasta el Barchester imaginario y otra vez de vuelta, Trollope capturó con facilidad en sus novelas este sentido de lo personal y lo parroquial. Pero la vida no era sencilla ni siquiera para aquellos a quienes Lord Salisbury llamó «personas acaudaladas». Aquellos años a mitad de siglo no fueron una época de equilibrio y sí estuvieron marcados por los contrastes sociales y políticos. Fue una época de capital, trabajo, complacencia y fe; al mismo tiempo, una época de ciudades, miseria, cambios, comercio, deferencia y duda.
Entre los contrastes se mantenía la discreta figura de Charles Darwin. Respaldado por una fortuna familiar derivada de la revolución industrial, Darwin se conformó con convertirse en un caballero victoriano absolutamente respetable. Guardó sus armas del Beagle, vigiló de forma exigente sus inversiones y comenzó a participar del creciente sentimiento de prosperidad nacional. No tuvo necesidad de buscar empleo. Como otros muchos en su círculo, contaba con libertad para perseguir sus intereses, en su caso, una magnífica obsesión por la historia natural.»