Vivir la historia de la Europa del Romanticismo

Time Life Books
No ficción
Ediciones Folio. 2009
ISBN: 9788441326842

«La caída de la Bastilla —prisión de París y símbolo de la tiranía real— el 14 de julio de 1789 anunció el comienzo de la Revolución francesa, pero el acto más importante de los revolucionarios se produjo el mes siguiente: la redacción del borrador de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Este documento —los derechos de expresión, prensa, reunión, libertad religiosa, propiedad y la igualdad de todos ante la ley— transmitió el ideario de la Revolución al resto de Europa.
Los ideales revolucionarios de libertad e igualdad sacudían la mayor parte del continente europeo, pero el subsiguiente y sangriento Reinado del Terror horrorizó a muchos de los defensores de la causa y la ejecución del rey y la reina legítimos provocó que otros líderes europeos se sintiesen amenazados. Como consecuencia, Francia hubo de sumergirse en unas costosas guerras contra Austria, Prusia, España e Inglaterra.    
En esta época incierta es cuando el oficial del ejército francés Napoleón Bonaparte se ganó las simpatías tanto de sus compatriotas como de muchos otros europeos que anhelaban un héroe. Cuando Napoleón se coronó emperador en 1804, sus seguidores desilusionados le consideraron un traidor a la Revolución. A lo largo de los años siguientes, sus campañas militares, que situaron más y más territorios bajo el control francés, incitaron al odio y la aprehensión por toda Europa. En 1814, un ejército aliado europeo invadió Francia y obligó a Napoleón a abdicar. El año siguiente éste se volvió a hacer con el poder de manera breve, pero volvió a caer derrotado.
En el Congreso de Viena, los mandatarios europeos buscaron restablecer el orden territorial. En Francia, los líderes aliados ya habían llevado al trono a un nuevo rey Borbón, Luis XVIII, que había accedido a renunciar a los territorios adquiridos por Francia desde 1792. Los Estados alemanes —que habían disuelto la Confederación del Rin, creada y controlada por Napoleón— formaron la Confederación Germánica; dejaba ésta la mayor parte de la autoridad en las manos de los soberanos individuales. Con éste y otros movimientos de carácter político, el congreso tenía la esperanza de devolver Europa a su anterior equilibrio de poder.
En cambio, la revolución en Francia desencadenó revueltas en otros lugares del continente. Un levantamiento contra el dominio holandés en el Reino de los Países Bajos tuvo como resultado la independencia de Bélgica. Por otro lado, el gobierno austriaco reprimió con brutalidad un levantamiento en sus territorios del norte de Italia, mientras que una insurrección en Polonia situó finalmente a aquel país bajo el control de Rusia. Inglaterra, mientras tanto, se ocupaba del creciente descontento entre sus clases medias en auge con la aprobación de una ley de reforma que otorgaba a éstas una representación más equitativa en el Parlamento y concedía el derecho al voto a muchos más.
Allí, en Inglaterra, otro tipo de revolución había colaborado en la creación de esta nueva clase media: la Revolución Industrial, que no se inició con la fuerza de las armas, sino con la fuerza del vapor. Veinte años después de que James Watts patentase su motor de vapor en 1769, éste movía las fraguas, bombas, telares, carruajes y barcos británicos. Hacia 1814, las imprentas de vapor ofrecían la posibilidad de una distribución más amplia de las noticias, y para 1830, los trenes de vapor y los autobuses en Londres eran imágenes comunes. La primera industria inmersa en este proceso revolucionario fue la del algodón, seguida por los avances mecánicos en la minería, la metalurgia y otras industrias, lo que condujo a un crecimiento económico aún mayor. Los mercados lejanos se asentaron y las mercancías iban de un continente a otro a la mayor velocidad que alcanzaban los barcos de vapor.
Aunque la creciente clase media prosperó con estas innovaciones, muchos en las clases bajas no lo hicieron. Para subsistir, hombres, mujeres y niños en la pobreza —muchos de ellos trabajadores del campo obligados a abandonarlo por las mejoras en las técnicas agrícolas y las leyes de cercamiento de los terrenos— tenían que trabajar largas jornadas en condiciones penosas. Sin embargo, incluso los ciudadanos más pobres de Inglaterra solían tener la posibilidad de conseguir un trabajo y también podían disfrutar de alguno de los beneficios de la Revolución Industrial: por ejemplo, al resultar más barata la producción de los bienes, éstos eran asequibles para mucha más gente.
De dichas revoluciones y del dramático nuevo mundo que éstas habían creado, surgió la sensibilidad intelectual y artística denominada “Romanticismo”. En una ruptura con la ideología del racionalismo y la Ilustración, los románticos eran pasionales e individualistas, buscaban la inspiración en los héroes y los grandes sucesos, la naturaleza indómita y las tierras lejanas, y en un pasado de esplendor. Con esta inspiración, los artistas de la época romántica crearon obras espléndidas y utópicas.
El compositor alemán Ludwig van Beethoven insufló a su obra una sensación de grandeza heroica y pasiones imponentes. Expresó su ferviente creencia de que “la música […] es el vino que inspira los nuevos procesos generadores, y yo soy el Baco que extrae este glorioso vino para la humanidad y embriaga su espíritu”.
El poeta William Wordsworth recorría las onduladas colinas de la campiña inglesa y componía versos sobre las maravillas que encontraba:

… Por tanto aún soy
un amante de praderas y bosques,
y montañas; y… reconozco
en la naturaleza y la lengua del sentido,
el guía, el guardián de mi corazón y alma
de todo mi ser mortal.

Unos paisajes más exóticos fascinaban a los lectores de Las peregrinaciones de Childe Harold, el poema narrativo de Lord Byron basado en sus aventuras en Grecia, Albania y otras regiones del Imperio otomano. Los mundos que Byron evocaba de palabra con tanta fuerza cobraban una impresionante vida de la mano de artistas como Eugène Delacroix, cuyos cuadros de los combatientes en Mesolongi —donde murió Byron— y las mujeres en Argel laten con unos colores vibrantes. Otros pintores como J. M. W. Turner y John Henry Fuseli buscaban conmover al observador retratando la furia de la naturaleza o los terrores de sus propios sueños y visiones. Los hermanos Grimm miraban al pasado para relatar la primitiva belleza de su herencia en una colección de cuentos popularizados con seres mágicos, madrastras malvadas y reyes que trepan por las trenzas de las princesas.
En la década de 1840, la volátil situación política análoga a tales movimientos artísticos apasionados condujo a otra explosión. La ira del pueblo francés ante la corrupción de su gobierno y la pérdida de sus ideales revolucionarios estalló en 1848 y, una vez más, la monarquía se convirtió en república. Este suceso precipitó diversas insurrecciones en los Estados alemanes, donde los participantes hacían un llamamiento a la reforma y la creación de un gobierno nacional fuerte. Pero los cambios provocados por estos últimos levantamientos, tanto franceses como alemanes, resultaron ser temporales. En breve otro Napoleón, sobrino del primero, se autoproclamaría emperador y el movimiento a favor de la unidad alemana se desmoronaría.
A pesar de las revoluciones políticas de los últimos sesenta años, el antiguo régimen se hizo valer de nuevo, pero tenía los días contados. Las ideas que maduraron entre 1789 y 1848 habían acercado a Europa al momento en el que la mayoría de sus líderes vieron la necesidad de dotar a sus ciudadanos de una voz y una constitución.
La Revolución Industrial continuó fomentando los cambios sociales. Conforme se iniciaba la segunda mitad del siglo xix, dicha revolución se adentró a toda máquina en los Estados alemanes, dos décadas después de haber comenzado su recorrido por Francia. En Gran Bretaña, sin embargo, había llegado al final de su camino tras alcanzar la meta de preparar la nación para la era moderna.
Al igual que los revolucionarios políticos y los industriales, los románticos, cuyas voces ya se habían silenciado, dejarían al mundo un legado duradero, un legado que se puede hallar no sólo en sus magníficas creaciones, sino también en el recuerdo de un espíritu que era, en palabras de Samuel Taylor Coleridge: “Una luz, una gloria, una nube luminosa que envuelve la tierra […] que desde el alma ha de abrirse paso”».