Búhos de los hielos del este

Jonathan C. Slaght
No ficción literaria
Siruela. 2022
ISBN: 9788418859755

«Lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor era increíble. El viento rugía furioso, partía las ramas de los árboles y se las llevaba volando por los aires […]. Los pinos tan viejos y enormes se balanceaban de un lado a otro como si fueran simples plantones de tronco fino. Y era imposible ver nada: ni las montañas, ni el cielo, ni el suelo. La ventisca lo había engullido todo […]. Nos quedamos en silencio, intimidados y encogidos en las tiendas».

VLADÍMIR ARSÉNIEV,
1921, Por el territorio del Ussuri

Arséniev (1872-1930) fue un explorador, naturalista y autor de numerosos textos que describen el paisaje, la flora y fauna y las gentes de Primorie, en Rusia. Fue uno de los primeros rusos que se aventuraron en los bosques que describimos en este libro.

«Vi mi primer búho manchú en la provincia rusa de Primorie, un territorio costero con forma de garra que se curva hacia el sur y se clava en la panza del noreste asiático. Se trata de un remoto rincón del mundo no muy lejos del punto donde Rusia, China y Corea del Norte se encuentran en una maraña de alambradas y de cumbres montañosas. En una excursión por aquellos bosques en el año 2000, un compañero y yo espantamos de manera inesperada a un pájaro enorme y aterrorizado. El animal echó a volar con un batir de alas trabajoso, ululó para dejar constancia de su desagrado y se posó un instante en el dosel de ramas desnudas, aproximadamente unos doce metros por encima de nosotros. Aquella mancha alborotada del mismo tono parduzco de las astillas de madera nos lanzaba una cautelosa mirada con el amarillo eléctrico de sus ojos. Lo cierto es que al principio no teníamos muy claro con qué ave nos habíamos tropezado. Estaba claro que era un búho, pero era más grande que cualquier otro que hubiese visto, más o menos del tamaño de un águila, pero de un plumaje más ahuecado, y más corpulento, con unos penachos enormes en las orejas. A contraluz del neblinoso gris del cielo del invierno, tenía casi un aspecto demasiado grande y demasiado cómico para ser un ave de verdad, como si alguien le hubiese pegado deprisa y corriendo unos cuantos puñados de plumas a un osezno y hubiese plantado en aquel árbol al pobre animal perplejo. Tras determinar que éramos una amenaza para ella, la criatura se giró para escapar entre los árboles en una arremetida que, con sus dos metros de envergadura, fue partiendo por el camino la celosía que formaban las ramas. Los fragmentos de corteza desalojada iban cayendo en espiral mientras el búho desaparecía volando de nuestra vista».