Roger Lancelyn Green
Novela
Siruela. 2023
ISBN: 9788419553072
«Muchos hablan de Robin Hood sin haber disparado un arco en su vida», cuenta el viejo dicho: yo he vivido con él al menos en el bosque de Sherwood de las novelas de caballerías y lo he traído de vuelta en lo que confío sea un relato veraz sobre su vida y sus andanzas. La de Robin Hood es una historia que jamás morirá ni dejará de prender la chispa de la imaginación. Como los cuentos de hadas de antaño, se ha de contar una y otra vez, ya que —igual que ellos— está teñido de encanto, y pocos son los que no caerán bajo su hechizo.»
Roger Lancelyn Green
De cómo nació Robert Fitzooth
Muchos cantan de la hierba y la broza,
y muchos cantan del alforfón,
tantos otros cantan de Robin Hood,
mas pocos saben dónde nació.
No fue en la humilde choza,
ni en la alcoba señorial,
sino en la fronda y la quietud,
entre las flores del verdegal.»
Romance El nacimiento de Robin Hood
A pesar del siglo transcurrido ya desde la batalla de Hastings, no reinaba en Inglaterra una verdadera paz. Guillermo el Conquistador había repartido el país entre sus partidarios normandos, y tan solo en ciertos casos especiales permitió que los antiguos señores sajones conservaran la propiedad siquiera de una ínfima parte de lo que antaño fueron sus tierras. Con frecuencia, los nuevos condes, barones y caballeros normandos —al igual que sus hijos y sus nietos— trataban a los sajones como meros esclavos, siervos que cultivaran las tierras para ellos y los siguieran a la guerra, siervos que carecían de derechos y de la menor oportunidad de acceder a una verdadera justicia.
Inglaterra era todavía un «país ocupado» en el siglo XII, y, aunque no se produjeran grandes revueltas tras la muerte de Hereward el Despierto, sí había numerosos movimientos «clandestinos», además de proscritos y bandas de ladrones en todos los bosques. Estos bosques eran propiedad de la corona, y las penas por cazar los venados del rey eran crueles y brutales en exceso.
No es de extrañar que en el año de 1160 fuera escasa la amistad entre los sajones y los normandos; ni tampoco ha de extrañarnos que sir George Gamwell, de Gamwell Hall en Nottinghamshire, caballero sajón que ostentaba la propiedad de los asolados restos de las tierras de sus antepasados, no viese con buenos ojos al joven William Fitzooth, hijo del barón de Kyme, cuando este vino a cortejar a su hija Joanna.
Sir George era un hombre fiero y de mal carácter, un resentido incapaz de olvidar jamás un agravio ni de perdonar a los normandos, cuyos padres y abuelos lo habían agraviado.
Lo cierto es que el joven William Fitzooth era hijo de madre sajona y nieto de abuela sajona, y comenzaba a sentirse más británico que sajón o normando, y a convencerse de que la manera de apaciguar el país y traer la estabilidad no era a base de más crueldades, sino por medio de la justicia.
Sin embargo, sir George no estaba dispuesto a escuchar a William, y le prohibió volver a poner jamás un pie en su casa. Tampoco quiso escuchar a su hija, y con la misma fiereza le ordenó confinarse en sus aposentos y no volver a tener trato con aquel maldito normando.
Joanna se marchó entre lágrimas, pero no obedeció a su padre. Esa noche, William Fitzooth se plantó bajo su ventana, ambos jóvenes se juraron fidelidad eterna y, poco tiempo después —sin que sir George tuviese ni idea de ello—, se encontraron los dos como Romeo y Julieta en una capilla cercana y se casaron en secreto.
A partir de entonces, William visitaba a Joanna noche tras noche, escalaba hasta su ventana en los peligros de la oscuridad y se marchaba con premura antes de rayar el alba.
La primavera dio paso al verano, y William se tuvo que ausentar durante varios meses y acompañar a su padre a Londres por un asunto del rey. Cuando regresó a Gamwell, un mensajero le trajo en secreto una carta de Joanna.
«Me encuentro en un terrible apuro —escribió ella—, puesto que, aunque me quedo en cama y me finjo indispuesta, mi padre no tardará en descubrir lo sucedido entre nosotros, y entonces su furia será terrible. No me cabe duda de que te colgará si te atrapa, y no sé qué me hará a mí o a nuestro hijo cuando nazca. Por eso acude a mí enseguida, querido William, y llévame de aquí, porque estaré viviendo en un temor constante mientras no sienta la fuerza de tu abrazo».
William llamó entonces a tres de sus más fieles partidarios y de inmediato se adentró con ellos en el bosque de Sherwood, donde levantaron un campamento no muy lejos de Gamwell, consciente de que sir George sospecharía de él en cuanto notara la ausencia de su hija e iría a buscarla a Kyme en primera instancia.
Tras la puesta de sol, William y sus hombres se dirigieron silenciosos a Gamwell Hall, llegaron a hurtadillas, accedieron a los jardines y se situaron bajo la ventana de Joanna.
Ella los estaba esperando ya lista para la huida y saltó con bravura desde el alféizar para caer sobre la gran capa roja que sostenían para ella entre los cuatro hombres. Entonces la tomó William en sus brazos y, con primor y sin prisas, se la llevó de Gamwell Hall para adentrarse en el bosque silencioso bajo la luz de la luna sumidos en el verdor de las hojas y una quietud tal que tan solo se oía el ulular de un búho o el aullido de un zorro.
Cuando pasó la noche y lució el sol del amanecer, sir George se despertó de repente y llamó a sus criados a voz en grito.
—¿Dónde está mi hija? —vociferó—. Suele venir a verme a esta hora de la mañana, ¡y no hay rastro de ella! He tenido un terrible sueño sobre ella, ¡quiera Dios que jamás se haga realidad! Pues he creído ver cómo se ahogaba en las saladas aguas del mar… ¡Pero mirad lo que os digo! Como se la hayan llevado, como haya sufrido daño alguno, ¡os colgaré a todos!
El temor y el alboroto se adueñaron entonces de Gamwell Hall, los criados corrían por doquier, los soldados se ceñían el cinto de la espada y los hombres del bosque encordaban sus arcos y se ocupaban de sus flechas.
Llegó furioso sir George hasta el medio entre todos ellos, pidiendo a voces su caballo y amenazando con colgar a todos allí mismo como no encontraran a su hija.
Apareció por fin el montero mayor con dos de sus perros de caza sujetos con una correa, y la partida al completo se adentró en el bosque de Sherwood siguiendo el rastro de William Fitzooth.
Más adelante, aquel mismo día, se toparon de pronto con Joanna, que estaba sentada en su aposento en la fronda y amamantaba a su hijo recién nacido.
En ese instante, sir George desmontó de un salto y aterrizó con la espada desenvainada profiriendo toda clase de horribles juramentos. Aun así, cuando su hija Joanna lo miró sonriente y le puso a su nietecito entre los brazos, el hombre dejó caer la espada, besó al niño con ternura y exclamó:
—Sabe Dios que desearía colgar a tu padre, pero a pesar de todo sigo queriendo a tu madre… Bueno, bueno, eres mi nieto, de eso no cabe duda, y no sería muy amable por mi parte que empezara por matar a tu padre. Joanna, ¿dónde está ese villano?
William Fitzooth salió entonces de detrás de un árbol y se arrodilló ante sir George para rogarle su perdón y prometerle su especial amistad con los sajones por el bien de su dulce esposa y el de su pequeño hijo, más de la mitad de cuya sangre ya era sajona.
—Pues bien —dijo sir George—, todo será perdonado y todo será olvidado, y en cuanto a este jovencito… ¿cómo decís que se llama? ¿Robert? Muy bien, mi joven Robin, que no has nacido en la casa señorial ni en la alcoba engalanada, sino en el verdor de los bosques, ¡que seas fiel a esta tierra inglesa y ofrezcas tu ayuda a los oprimidos hasta el fin de tus días!