¿Por qué soy católico?

G. K. Chesterton
2007

La primera vez que este ensayo de Gilbert Keith Chesterton vio la luz fue en 1926, en Doce apóstoles modernos y sus Credos. Tres años más tarde lo ampliaría en The Thing, y desde aquel momento pasó a convertirse en uno de sus escritos de referencia en torno a la apologética católica: unas páginas que ponen de manifiesto su extraordinaria habilidad a la hora de abordar las más elevadas cuestiones con la genialidad y sencillez de las que siempre hizo gala.    

 

¿Por qué soy católico?
G. K. Chesterton

Traducción del inglés de Julio Hermoso

La dificultad de explicar «por qué soy católico» reside en que hay diez mil razones que se elevan todas a una sola razón: que el catolicismo es verdadero. Podría llenar mi espacio con frases sueltas que comenzaran con las palabras: «Es lo único que…», como, por ejemplo, (1) es lo único que de verdad evita que un pecado sea un secreto. (2) Es lo único en lo cual lo superior no puede estar por encima, en el sentido de ser altanero. (3) Es lo único que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser un producto de su época. (4) Es lo único que habla como si fuera cierto: como si fuera un auténtico mensajero que se negase a alterar un mensaje auténtico. (5) Es la única forma de cristianismo que de verdad incluye a todos los tipos de hombre, incluso al hombre respetable. (6) Es el único gran intento de cambiar el mundo desde dentro; valiéndose de voluntades y no de leyes; etcétera.
O podría tratar la materia de manera personal y describir mi propia conversión, pero resulta que tengo la fuerte sensación de que este método hace que la empresa parezca mucho más pequeña de lo que es en realidad. Una gran cantidad de hombres que son mucho mejores se han convertido de forma sincera a religiones que son mucho peores. Más bien, lo que me gustaría intentar decir aquí de la Iglesia Católica son precisamente las cosas que no se pueden decir de sus muy respetables rivales. En resumen, diría de la Iglesia Católica, principalmente, que es católica. Preferiría tratar de sugerir que no es solo más grande que yo, sino más grande que cualquier cosa en el mundo; que es, de hecho, más grande que el mundo. Pero, ya que en este pequeño espacio solo puedo centrarme en un aspecto, la contemplaré en su condición de guardiana de la verdad.
El otro día, un escritor conocido y por lo demás bastante bien informado, dijo que la Iglesia Católica era siempre un enemigo de las ideas nuevas. Tal vez no se le ocurriera que la naturaleza de su propio comentario no tenía precisamente la condición de nueva. Es un concepto que los católicos han de estar refutando de manera continua, porque es una idea muy vieja. Es más, aquellos que se quejan de que el catolicismo no es capaz de decir nada nuevo rara vez creen necesario decir nada nuevo sobre el catolicismo. En realidad, un verdadero estudio de la historia demostrará que eso es algo curiosamente contrario a la realidad. En la medida en que las ideas realmente son ideas y en la medida en que tales ideas pueden ser nuevas, los católicos han sufrido de manera continua por sostenerlas cuando de verdad eran nuevas, cuando eran demasiado nuevas para encontrar cualquier otro apoyo. El católico no solo iba por delante, sino que se encontraba solo, y aún no había nadie allí que entendiese lo que aquel católico había encontrado ya.
De este modo, por ejemplo, cerca de doscientos años antes de la Declaración de Independencia y de la Revolución Francesa, en una época consagrada al orgullo y alabanza de los príncipes, el cardenal Bellarmine y el español Suárez ya formularon con lucidez toda la teoría de la auténtica democracia. Pero en aquella época del Derecho Divino, lo único que consiguieron ambos fue dar la impresión de ser unos jesuitas sofistas y sanguinarios que merodeaban con puñales para dedicarse a matar reyes. Así, de nuevo, el casuismo de las escuelas católicas ya dijo todo cuanto se podía decir sobre la problemática de las obras de teatro y las novelas de nuestra propia época actual, y lo hizo doscientos años antes de que se escribiesen. Dijeron que había en verdad problemas de conducta moral, pero tuvieron el infortunio de decirlo con doscientos años de adelanto. En un tiempo de fanatismo demagógico y de vituperio libre y fácil, lo único que consiguieron los casuistas fue que les llamaran mentirosos y los tildaran de evasivos por ser psicólogos antes de que la psicología estuviera de moda. Sería sencillo proporcionar otros muchos ejemplos que llegan hasta nuestros días, y toda una serie de ideas que son aún demasiado nuevas para que se entiendan. Hay pasajes en la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII (también conocida como «Encíclica sobre el trabajo», promulgada en 1891) que solo ahora se comienzan a utilizar como consejos para unos movimientos sociales que son mucho más nuevos que el socialismo. Y cuando el señor Belloc escribió sobre el «estado servil», avanzó una teoría económica tan original que casi nadie se ha dado cuenta aún de cuál es. Dentro de unos pocos siglos, otras personas la repetirán, y la repetirán mal. Y entonces, si los católicos se oponen, es fácil que la explicación que se le dé a su protesta sea el bien conocido hecho de que a católicos siempre desprecian las ideas nuevas.
No obstante, el hombre que hizo ese comentario sobre los católicos tenía la intención de decirnos algo, y será justo con él que lo entendamos con una mayor claridad de la que él empleó en afirmarlo. Lo que él quería decir era que, en el mundo moderno, la Iglesia Católica es de hecho el enemigo de muchas modas influyentes, la mayoría de las cuales siguen afirmando ser nuevas a pesar de que muchas estén empezando a ser un tanto añejas. En otras palabras, en la medida en que este hombre quería decir que la Iglesia suele contradecir lo que el mundo sostiene en un momento dado, tenía toda la razón. La Iglesia sí se lanza a menudo en contra de la moda de este mundo que expira, y tiene la suficiente experiencia para conocer la gran rapidez con la que expira. Pero para entender con exactitud lo que implica, es necesario adoptar una perspectiva bastante más amplia y tener en cuenta la naturaleza última de las ideas en cuestión, considerar, por así decirlo, la idea de la idea.
Nueve de cada diez ideas que llamamos nuevas no son más que viejos errores. La Iglesia Católica tiene por una de sus principales obligaciones la de impedir que la gente cometa esos viejos errores, evitar que los cometa una y otra vez de manera sucesiva, como hace en todo momento la gente si se la deja a su suerte. La verdad sobre la actitud católica hacia la herejía, o como dirían algunos, hacia la libertad, quizás se puede expresar de la mejor manera por medio de la metáfora de un mapa. La Iglesia Católica es portadora de una suerte de mapa de la mente que se asemeja al mapa de un laberinto, pero que en realidad es una guía de ese laberinto. Ha sido compilado a partir de un conocimiento que, por muy humano que se haya considerado ese conocimiento, no tiene ningún igual humano.
No hay otro caso de una institución inteligente que haya tenido continuidad y que haya estado meditando acerca del pensamiento durante dos mil años. Como es natural, su experiencia abarca prácticamente todas las experiencias, y, en especial, prácticamente todos los errores. El resultado es un mapa en el cual se hallan señaladas con claridad todas las calles cortadas y las carreteras en mal estado, todos los caminos cuya inutilidad ha quedado demostrada por la mejor de todas las pruebas: la de aquellos que las han recorrido.
En este mapa de la mente, los errores se señalan como excepciones. La mayor parte de él consiste en patios de recreo y alegres cotos donde la mente puede ir de caza y disponer de tanta libertad como desee, por no hablar de la cantidad de campos de batalla intelectuales en los que la lucha se encuentra indefinidamente abierta y por decidir aún. Pero este mapa carga sin dudarlo con la responsabilidad de señalar que ciertos caminos no llevan a ninguna parte o que conducen a la destrucción, a una pared vertical o a un precipicio escarpado. Así, evita que los hombres pierdan el tiempo o la vida por sendas que ya se ha descubierto que son fútiles o desastrosas, una y otra vez, en el pasado, pero que, de otro modo, podrían atrapar a los viajeros una y otra vez en el futuro. La Iglesia se hace responsable de prevenir a su gente contra estas sendas; y de estas depende la verdadera cuestión en este caso. Defiende a la humanidad de sus peores enemigos, esos monstruos devoradores, vetustos y terribles de los viejos errores, y lo hace de manera dogmática. Ahora, a todas estas falsas cuestiones les ha dado por presentarse con apariencia de ser bastante novedosas, en especial para una generación reciente. Su primer enunciado siempre suena inofensivo y verosímil. Daré solo dos ejemplos. Suena inofensivo decir —como ha dicho la mayoría de la gente moderna—: «Los actos son malos solo si son malos para la sociedad». Llévese esto a cabo y, más tarde o más temprano tendrá como resultado la crueldad de una colmena o de una ciudad pagana que establezca la esclavitud como el medio de producción más barato y más seguro, que torture a los esclavos en busca de un testimonio porque el individuo no significa nada para el Estado, que declare que un hombre inocente debe morir por el pueblo, como hicieron los asesinos de Cristo. Entonces, quizás, se retorne a las definiciones católicas y se descubra que la Iglesia, mientras que afirma que es nuestro deber trabajar por la sociedad, dice también otras cosas que prohíben la injusticia individual. O de nuevo, suena bastante piadoso decir: «Nuestro conflicto moral debería finalizar con una victoria de lo espiritual sobre lo material». Llévese esto a cabo, y se puede acabar en la locura de los maniqueos, que dirán que un suicidio es bueno porque es un sacrificio, que una perversión sexual es buena porque no genera vida, que el diablo creó el sol y la luna porque son materiales. Entonces podremos empezar a vislumbrar por qué el catolicismo insiste en que hay espíritus malvados igual que buenos, y que lo material también puede ser sagrado, como en la Encarnación o en la Misa, en el sacramento del matrimonio o la resurrección de la carne.
Pues bien, no hay otra mente colectiva en el mundo que se halle así, de guardia, para evitar que las mentes se echen a perder. El policía llega demasiado tarde cuando intenta evitar que los hombres se descarríen. El médico llega demasiado tarde, pues viene solo a encerrar a un loco, no a aconsejar a un cuerdo sobre cómo no volverse loco. Y todo el resto de sectas y escuelas son inadecuadas para este propósito. Esto no sucede porque no haya una verdad en cada una de ellas, sino precisamente porque cada una de ellas contiene una verdad, y se contenta con albergar esa, su verdad. Ninguna de las demás afirma en realidad contener la verdad. Esto es, ninguna de las demás afirma en realidad estar alerta en todas direcciones al tiempo. La Iglesia no se encuentra armada sin más contra las herejías del pasado o incluso del presente, sino también contra las del futuro, que pueden ser justo lo contrario que las del presente. El catolicismo no es ritualismo: puede hallarse combatiendo en el futuro alguna forma de exageración supersticiosa e idólatra del ritual. El catolicismo no es ascetismo: en el pasado ha reprimido exageraciones fanáticas y crueles del ascetismo una y otra vez. El catolicismo no es simple misticismo: incluso ahora se encuentra defendiendo la razón humana frente al mero misticismo de los pragmatistas. Así, cuando el mundo se volvió puritano en el siglo XVII, se acusó a la Iglesia de llevar la caridad hasta el punto de la sofistería, de hacerlo todo fácil por medio de la laxitud del confesionario. Ahora que el mundo no se vuelve puritano, sino pagano, es la Iglesia la que se encuentra protestando en todas partes en contra de una laxitud pagana en el vestir o en las formas. Está haciendo aquello que los puritanos querían que se hiciera, pero cuando es realmente necesario hacerlo. Con toda probabilidad, todo lo bueno del protestantismo sobrevivirá solo en el catolicismo; y en ese sentido, todos los católicos serán aún puritanos cuando todos los puritanos sean paganos.
Así, por ejemplo, y en un sentido poco comprendido, el catolicismo se queda al margen de trifulcas como la del darwinismo en Dayton, y se queda al margen porque se encuentra alrededor de ella, como una casa permanece alrededor de dos muebles que estén fuera de lugar. No es una presunción sectaria el decir que se es previa, posterior y se encuentra más allá de todas estas cosas, en todas las direcciones. Es imparcial en una pelea entre el fundamentalista y la teoría del origen de las especies, porque se remonta a un origen anterior a ese origen, porque es más fundamental que el fundamentalismo. Sabe de dónde vino la Biblia. También sabe hacia dónde van la mayoría de las teorías de la evolución. Sabe que había otros muchos evangelios aparte de los cuatro Evangelios, y que los otros fueron eliminados solo por la autoridad de la Iglesia Católica. Sabe que hay otras muchas teorías evolucionistas aparte de la teoría darwinista, y que esta tiene muchas posibilidades de verse superada por la ciencia posterior. No acepta —como se suele decir— las conclusiones de la ciencia, por la sencilla razón de que la ciencia aún no ha concluido. Concluir es callarse; y no es desde luego probable que el hombre de ciencia se calle. No cree —como se suele decir— lo que dice la Biblia, por la sencilla razón de que la Biblia no dice nada. No se puede hacer subir a un libro al estrado y preguntarle por lo que en realidad quiere decir. La propia controversia fundamentalista destruye el fundamentalismo. La Biblia por sí sola no puede ser la base de un acuerdo cuando es la causa del desacuerdo; no puede ser el lugar común de los cristianos cuando algunos la interpretan de forma alegórica y otros de forma literal. El católico la pone en manos de algo que sí es capaz de decir algo: la mente viva, constante y continua de la cual he hablado, la mente más elevada del hombre guiada por Dios.
A cada momento se incrementa para nosotros la necesidad moral de tal mente inmortal. Necesitamos tener algo que mantenga fijas las cuatro esquinas del mundo mientras llevamos a cabo nuestros experimentos sociales o construimos nuestras utopías. Por ejemplo, debemos alcanzar un acuerdo final —aunque sea solo acerca del truismo de la hermandad humana— que resista una cierta reacción de la brutalidad del hombre. Justo ahora, no hay nada más probable que el que la corrupción del gobierno representativo provoque que los ricos tengan una absoluta rienda suelta y pisoteen todas las tradiciones de igualdad con un mero orgullo pagano. Debemos lograr que los truismos se reconozcan ciertos en todas partes. Debemos evitar la simple reacción y la monótona repetición de los viejos errores. Debemos hacer que el mundo intelectual sea seguro para la democracia, pero en la situación moderna de anarquía mental, ni ese ideal ni ningún otro están a salvo. Exactamente igual que los protestantes apelaban a la Biblia en detrimento de los pastores y no se percataban de que la Biblia también se podía poner en tela de juicio, así los republicanos apelaban al pueblo en detrimento de los reyes y no se daban cuenta de que también se podía desafiar al pueblo. No se vislumbra el fin de la disolución de las ideas, la destrucción de toda prueba de veracidad, que se hizo  posible desde el momento en que el hombre abandonó la pretensión de conservar una Verdad central y civilizada que albergara todas las verdades y rastreara y refutara todos los errores. Desde entonces, cada grupo ha ido tomado una verdad en cada momento y ha empleado el tiempo en convertirla en una falsedad. No hemos tenido más que movimientos o, dicho de otra manera, monomanías. Pero la Iglesia no es un movimiento, sino un lugar de reunión; el punto de encuentro de todas las verdades del mundo.

© De la traducción: 2007, Julio Hermoso
© De la fotografía: Autor desconocido